Hace unos años escribí sobre el nacimiento de mi hija Julieta. Siento que es lo más bonito que he escrito, pues fue el reflejo más fiel posible de lo poderoso y bello que fue ese parto. Desde que lo escribí e hice el ejercicio de repasar cada episodio de ese día, me convencí a mí misma de que quería repetir la experiencia, pero de manera mucho más libre, entonces decidí que mi siguiente parto sería en casa.
Otra de las cosas que siempre supimos mi marido
y yo respecto a nuestra planificación familiar es que no queríamos tener a dos
bebés pequeños simultáneamente, así que las conversaciones sobre intentar otro embarazo iniciaron
cuando Julieta cumplió 3 años, luego de un fallido proceso de adopción.
Un aborto y varios meses de intentos de
concebir después, a inicios de diciembre de 2020, le dije a mi marido “estoy
embarazada o tengo una enfermedad terminal” (lo sé, la comparación es cruel,
perdón). Nuevamente sospeché de mi embarazo antes de tener un retraso siquiera
por mis síntomas de decaimiento, palidez e inapetencia. Y es que al inicio de
mis embarazos podría dormir 20 horas al día, lo juro.
Hicimos una prueba de sangre y confirmamos el
embarazo de 3 semanas de gestación y con vitaminas regulares prescritas por mi
médico de siempre, empecé a sentirme de mejor ánimo. Tan bien, tan bien, que
esta vez anunciamos públicamente el embarazo a las 7 semanas de gestación,
mucho antes que con Julieta, cuyo embarazo anunciamos a la semana 12 porque
tuve complicaciones al inicio y no quisimos hacerlo público hasta que pase el
riesgo.
Y aquí es donde revelo que este no es el relato
de un parto libre, ni una anécdota precisamente feliz. Solo soy yo sacándome la
bronca que tengo con mi cuerpo y con la experiencia de nacimiento de mi segundo
hijo, y lo hago porque en unos días mi bebé cumple 7 meses de nacido y se me
siguen haciendo agua los ojos cada que alguien me pregunta cómo nos fue en ese
parto. Y no son lágrimas de felicidad, sino de frustración. Quisimos tanto
tener a este niño, su presencia nos ha llenado de tanto gozo que es injusto
recordar con rabia el acto que lo trajo a mí, es ingrato despreciar este
cuerpo, mi cuerpo, que nos permitió estar juntos. Creo que escribo esto en un
intento de sanar.
Me levanté de la cama y un rastro de sangre me
siguió hasta el baño, mis gritos de terror llamaron a mi marido y a mi hija a
quien tuvimos que sacar para evitarle el shock. Ese fue el inicio de 10 semanas
postrada en la cama por una extraña lesión en la placenta que apareció repentinamente
y sin razón aparente en el segundo trimestre y que a cada seguimiento se
reducía medio centímetro y luego crecía un centímetro más. Cuando mi médico
revisó los exámenes nos dijo que en más de 25 años de ejercicio profesional era
la tercera vez que veía una lesión de ese tipo y que las dos ocasiones
anteriores no se pudo salvar los embarazos; consultamos con otros médicos
especialistas para tener otros criterios y ninguno era más alentador, algunos
ni siquiera se habían topado con un caso similar.
Reposo, progesterona, más reposo, controles
médicos quincenales, y más reposo. Ese era todo el tratamiento. Y unas
inyecciones que mi marido tuvo que aprender a ponerme para detener las
hemorragias repentinas. Por supuesto que descartamos toda posibilidad de un
parto en casa, la expectativa era llegar a la semana 30 y hacer una cesárea. En
alguno de esos controles supimos que estábamos esperando un niño. Fue tan agridulce descubrir el sexo de nuestro hijo que no sabíamos si llegaríamos a conocer.
A medida que pasaban las semanas y las
pataditas eran más notorias y consistentes, crecía mi pánico, temía que una
patada muy fuerte cause una hemorragia que no podamos controlar. Durante ese
reposo tuve casi tres meses prohibido jugar con mi hija de ya 4 años. Soy (¿o era?)
una asidua lectora, así que cuando inició el reposo pensé que iba a romper
todos mis records de lectura, pero desarrollé una ansiedad tal que desde entonces
no puedo terminar ni un solo libro que comienzo.
Pero la cuestión fue que alrededor de la semana
24 en uno de los controles médicos nos informaron que la lesión caprichosa
desapareció tan inexplicablemente como apareció. Simplemente se esfumó. Me
levantaron los cuidados tan estrictos y fui volviendo a mi rutina normal, y
poco a poco esa normalidad me hizo coquetear nuevamente con la idea de un parto
en casa. Un parto que soñé y para el que me preparé varios años. Y empecé
nuevamente a repasar el parto de Julieta, a leer, a ver videos. El médico, mi
marido y mi madre me escuchaban con preocupación y aunque trataron de
disuadirme de la idea, yo sencillamente me aferraba cada vez más a ella y empecé
nuevamente a planificarlo.
Las semanas avanzaban, 32, 33, 34, 35, 36 y la
criatura no se ponía en posición para el parto. Ahora mi embarazo perfectamente
saludable, tenía a la criatura en posición podálica y aunque lo intenté todo,
TODO, él fue más terco que yo, no se viró. Había visto muchos videos de partos
vaginales en esa posición y conversé con varios médicos de los riesgos,
finalmente desistí; luego de haber superado la lesión, someternos a este riesgo
evitable me pareció mezquino. Salí del último control prenatal en el que
pusimos fecha para la cesárea programada y lloré toda la noche.
Apenas unos meses antes considerábamos un
milagro llegar a la semana 30, y entonces a la semana 38 estaba llorando porque
programamos una cesárea. Así que no solo me sentía frustrada, también me sentía
culpable, egoísta, vanidosa, injusta con esas otras 2 mujeres que, con una
lesión similar a la mía, no pudieron salvar sus embarazos. Quería tanto un
parto vaginal en casa, me visualicé durante años en la bañera, con mi marido masajeándome
los hombros y mi hija tomándome la mano, con mi madre y mis primas entrando y
saliendo de la habitación, tomando fotos y acompañando las contracciones y los
pujos, con mis mejores amigas en la sala trayendo hierbas, comida y también
vino. En una parte de mi corazón que la culpa no ha podido gobernar, sé que mi
expectativa era legítima, que mi embarazo y mi parto era míos y que no le debía
nada a nadie. Pero simplemente no fue, ni será. Me ligué. Si de algo tengo
plena convicción en mi vida es que no quiero más embarazos. Ojo, ni si
quiera sé si hijos, pero definitivamente no embarazos. No me siento física ni emocionalmente
capaz de atravesar algo así nunca más, el solo darle vueltas a la idea me causa
náuseas y sensación de pavor.
La cesárea fue programada para el lunes 16 de
agosto de 2021, pero mis hijxs que son fieles y dignos hijxs de mamá y papá,
han decidido cómo y cuándo nacer. El sábado anterior me fui a un matrimonio en
el que bailé hasta abajo por arenga de mi amiga más farrera (amiga querida si
algún día lees esto, tú sabes quién eres), fue una noche feliz… y movida. Tanto
que llegamos a casa, me duché, nos acostamos a dormir y a las 4 de la mañana,
amanecer domingo, me despertó una contracción.
Recordaba
perfectamente cómo eran, no tuve duda alguna. Esta vez desde el inicio las
contracciones fueron regulares, empezaron cada 10 minutos por cronómetro y con una
duración de entre 40 y 60 segundos cada una. Fueron una avalancha. A diferencia
de mi experiencia anterior, no esperé 6 horas de trabajo de parto para llamar a mi
doctor, lo llamé a la cuarta contracción, me recetó medicación para tratar de
relajar el útero y bajar las contracciones, pero este hijo mío venía decidido.
El médico hizo los arreglos necesarios para una cesárea de emergencia a las 10 de la mañana ese mismo domingo. Ingresé a la clínica y esta vez no hubo pelota de yoga, caminatas, acompañamiento, risas, baños de agua caliente. Me llevaron a una sala blanca y fría de pre operatorio y ahí me quedé aproximadamente una hora y media teniendo contracciones dolorosas. Sola y con frío, con mucho frío. Cuando por fin entré al quirófano tenía ya 8 centímetros de dilatación. Entre una contracción y otra el anestesiólogo me puso la raquídea. Si los han sedado de esta forma previamente ya conocen la advertencia: no te puedes mover durante la penetración de esa enorme aguja en tu columna. Con la aguja en mi cuerpo tuve otra contracción que tuve que resistir aguantando la respiración y apretando los puños con toda mi fuerza. Luego de eso ya no había marcha atrás así que lloré en silencio tan desconsoladamente que temblaba y la pediatra me tuvo que contener con un abrazo. Por fin entró mi marido al quirófano y bueno, él sabe cómo sacarme sonrisas.
Al pitido de la máquina de frecuencia cardiaca y al play list del médico, se impuso un
llanto robusto. Mi bebé nació, sano y fuerte, el día que quiso y en la posición
que quiso. Heinrich David nos desbordó de amor de inmediato, y mi sensación de
ser ya una mamá experimentada me permitió disfrutarlo desde el primer instante
que fue puesto sobre mi pecho, desde su primera lactada en el post operatorio
donde estuvimos dos horas con los torsos desnudos, en contacto piel con piel
solo cubiertos por una manta térmica.
Y pensé, bueno, ya está. Lo importante es que ya
nació y que está sano, parto vaginal o cesárea, ya es lo de menos. Pero subimos
a la habitación con el bebé y nadie nos estaba esperando. Pandemia.
Coronavirus. No hubo familiares, no hubo amigos, no hubo brindis, y lo más
doloroso, no estaba Julieta con nosotros. Tuvimos que esperar dos días para
reencontrarnos los cuatro en casa.
Desde entonces vengo pasando entre la enorme
felicidad que me da mi niño bueno (como le decimos porque realmente es un bebé
muy bueno) y la frustración de lo que habría querido que sea y no fue. Y no
tiene sentido, quiero que se vaya. Lo expulso de mi pecho con cada letra que escribo.
Con este acto de confesión me perdono y reconozco que lo que tuvimos que pasar
no fue debilidad, sino fortaleza. No minimizo mis sentimientos, al contrario,
valido mi experiencia y le agradezco a mi cuerpo lo que resistió y lo que nos dio
durante el embarazo y durante el post parto. Porque una mujer que tiene un
parto por cesárea es abierta hasta lo más profundo de sus entrañas y no regresa
a casa a quedarse en una cama un mes o al menos quince días siendo atendida
como cualquier otro paciente que fuere sometido a una cirugía mayor, sino que
regresa a atender a un bebé y a alimentarlo con su cuerpo aún herido, y si
tiene otro u otros hijos, tendrá que atenderlos y darles amor también a ellos, porque ya
saben, los celos.
“…si bien hace falta denunciar el abuso de las llamadas cesáreas innecesarias, es
importante también hacer las paces. Hacer las paces con nuestros cuerpos, con
nuestras cicatrices, con nuestros partos cuando estos no han sido como
queríamos o pensábamos que serían.”[1]
Gracias Heinrich David por este amor tan apacible y a la vez tan revolucionario. Gracias cuerpo, lo logramos.