Sonia habría querido saber
menos de sus vecinos. En el bloque donde ella vivía no solo se conocían todos y
cada uno de los inquilinos, sino también todos sus conflictos familiares. Los
que se desahogan a los gritos, claro. Como cuando el gordo del segundo piso
llegaba borracho y le daba tundas a su mujer por cualquier pretexto, o cuando
el del quinto piso aparecía luego de dos o tres días de ausencia y le aventaban
sus prendas mugrosas por la escalera con el reproche de que las lleve a que se
las lave la moza; o cuando algún adolescente se pasaba la tarde al pie de un
árbol o en una esquina haciendo o hablando quien sabe qué con sus amigotes y
los padres gritaban desaforados por la ventana todo tipo de amenazas y
prevenciones exigiéndoles que suban ya a la casa. Sí que en algunos barrios la
gente quisiera que la conozcan menos. Pero que quede claro, saberle al de al
lado los conflictos familiares más estridentes, no quiere decir que se conozca
todo lo que pasa puertas adentro, ni que se sepan esos conflictos personales
más recónditos que se enjaulan en el pecho. De esos que carcomían a Sonia.
Hija de una familia corriente, de un papá que trabajaba como conserje de un
colegio, de una mamá ama de casa a tiempo completo, hermana mayor de una joven
primorosa. Primorosa en el más completo sentido de la palabra. Gaby, una
criatura que había entrado contundente a la adolescencia. Una joven lista,
afable, dueña de una belleza sobresaliente. Trece años tenía ya aquella beldad
nunca vista en ese barrio de penurias y adicciones. Sonia se echaba la culpa.
Ella pedía un hermanito todos los días a sus padres, eso dicen los demás, ella
no se acuerda. Sus padres ya no querían más hijos. Con las pagas inestables y
miserables que recibía papá, otra boca que alimentar era mucho peso. Hasta que
papá por la intercesión de un primo lejano consiguió trabajo como conserje del
colegio. Sueldo miserable, pero estable. Suficiente motivación para concebir de
nuevo y complacer a la primogénita. El mayor acierto de sus padres, el peor
error de Sonia.
Les nació hembra. Si hubiera sido otra niña igual a Sonia, para su papá
habría sido una tremenda decepción que la mujer no le haya parido varón. Pero
era Gaby, una coloradita, rubita, de ojos enormes color esmeralda y pestañas
rizadas, labios rosados y vibrantes. Linda, linda de verdad. – ¡Ay, esos genes
son herencia de mi bisabuela materna! -, siempre explicaba papá, que ya se
había acostumbrado a traer una foto que aun en blanco y negro permitía apreciar
los donaires de la portentosa bisabuela. Explicación necesaria para los
curiosos porque a simple vista, Gaby desentonaba en esta familia de retacos,
mestizos sin gracia.
Cuando la adolescencia parecía por fin acomodar a la hermana mayor con
busto y curvas, poco generosos, pero suficientes, cuando parecía que a los
dieciséis años Sonia hallaba forma para ser digna de elogios y levantar miradas;
Gaby con trece años ya lucía más atractiva, imponente, con una figura más
apreciable, ni hablar de sus rasgos faciales delicados, los cuales ni una
espinilla de la pubertad habían osado profanar.
Ya es muy lejana aquella época en que Gaby era para Sonia un chichobelo muy divertido a quien darle
biberón y ayudarle a cambiar el pañal. Entre más crecían, era más odioso ser la
hermana de la niña que aparecía en los comerciales, de la princesa de navidad
del barrio y de la escuela, de la mejor alumna de su curso, de la criatura más
bonita y popular de donde fuera que maldita sea estén. De la preferida de papá
y mamá. Sonia se acostumbró, en fin, a ser “la hermana de”. O no. No se acostumbró
y ese era su conflicto.
Según papá, el dinero que cobraban por una que otra publicidad o portada para
la que contrataban a Gaby, iba a una cuenta de ahorros para la academia de
modelaje en la que la inscribirían a los quince años. Supuestamente. Mientras
tanto la vida sigue en ese bloque de riñas, en el que compartían cuarto ambas hermanas.
Pero a decir de los padres, su futuro estaba por cambiar, la joven prodigio era
su promesa y su apuesta de un destino próspero, y ese bloque ambientado a los
gritos quedaría atrás.
Al departametucho en que vivían tenían prohibido meter amigos o cualquier
desconocido. Los padres seguían al pie de la letra todo consejo para cuidar a
su tesoro, a Gaby, por supuesto, cuya belleza despertaba admiración, pero no
sería de extrañar que también bestialidad. Y no se equivocaban.
De puro coraje cuando los padres no estaban, porque papá trabajaba como
burro y mamá a veces iba a visitar a la abuela al asilo, Sonia metía algunos
amigos a casa. A los más patanes y perversos de su curso o del barrio, a
propósito, a los que sabía que hurgaban en el cajón de calzones de Gaby, al que
se metía al baño con la almohada de la niña perfección a masturbarse. A los que
le coqueteaban a la hermana menor. A Pucho, que era el chico más guapo del
colegio y tal vez podría hacerla pecar y poner en evidencia ante sus padres y
el mundo que no hay criatura perfecta. Pero Gaby se encerraba en la habitación
de los papás y en cuanto estos llegaban les contaba todo y empezaba el
zafarrancho.
– ¿Y a ti quién mierda te
autorizó que metas a tus amiguitos a la casa? -, gritaba papá, mientras mamá
abrazaba y sobaba la cabeza a Gaby.
– Si algo le llega a pasar
a tu hermana, por culpa de tu desobediencia e imprudencia, te olvidas para
siempre que eres mi hija.
– Ya mamá, se me va a
olvidar como se les olvidó a ustedes.
– ¡Cállate!, no le hables así
a tu madre, ¡lárgate a tu cuarto!
– Ya papi, tranquilo, no se enoje, perdónela. -
Solía sellar Gaby las reprimendas, y que repulsivo era eso para la hermana
mayor.
Entonces Gaby ya entrada en su adolescencia dormía varios días en medio de
sus papás. Tal como lo hizo casi toda su infancia, mientras a Sonia le jalaban
los pies duendecillos con dientes podridos o se le trepaba encima un muerto,
pero tenía que tragarse el miedo y aguantarse a solas la convivencia con toda
clase de espectros porque en la cama de una plaza y media de los papás, a duras
penas entraban ellos, y con contorciones que solo valían la pena por Gaby,
entraba ella y por lo tanto a Sonia la mandaban de vuelta a su cuarto.
Así, por
ejemplo, de esos conflictos nocturnos de la infancia nunca se enteraron los
vecinos. De las puteadas en la adolescencia, sí.
– Ya lo decidimos mis hermanos y yo, vamos a
sacar un fin de semana a mi madre del asilo, que coja aire, que se distraiga. La
vamos a llevar a aquel recinto con el río muy bonito que frecuentábamos cuando
las niñas eran pequeñas. - Soltó mamá en un cena, en una frase que sonó
ensayada.
– ¿A Matilde Esther? Mujer,
pero si tu madre ya está muy vieja, además que solo pasa confundida, ni va a
saber dónde está, ni se va a poder meter al río.
– Ya bueno ese no es tu
problema, ya está decidido, vamos a Matilde Esther con la abuela y la familia.
– Lo que faltaba, un viaje familiar. - masculló
Sonia.
Un encuentro con los tíos, los primos, la abuela, los parientes políticos,
de esas reuniones especialmente ladillosas para Sonia porque, obvio, todos
tenían un comentario sobre lo bella que se había puesto Gaby. –Ya pues, ¿qué no
saben hablar de otra cosa más? - se preguntaba a sí misma Sonia, se ponía los
audífonos y se clavaba en su celular. Esta vez no fue diferente, no tenía por
qué serlo.
Lo que sí fue diferente es que en esta ocasión Gaby quería hablar. Y en el anunciado
viaje, mientras Sonia estaba apartada con la mirada fija en su celular, la
hermana menor encontró oportunidad. La pubertad no solo se le notaba en el
cuerpo, también en sus pensamientos se rebelaban inquietud y deseo.
– Ñaña, te quiero contar algo.
– Habla, ¿qué quieres?
– No aquí. Bueno, no
contar, más bien preguntar.
– ¿Qué?
– Sobre tu amigo Pucho. Pero caminemos que sino
ya mismo viene alguien a juntarse.
– Ya, bueno.
Y así, por primera vez, desde que Sonia le dio su último biberón a Gaby,
desde que le cambió el pañal, desde esa última vez que jugó con ella al
avioncito para darle de comer, desde que corrieron juntas en algún parque cuyo
recuerdo es ya demasiado difuso, estas dos adolescentes volvieron a tener un momento
de intimidad fraternal. Su momento de hermanas. De confesiones, de risas
cómplices.
– Oye, pero si llevé a Pucho a la casa un par
de veces a ver si caías en sus garras, pero tu nada.
– Es que me da vergüenza,
pero sí lo quiero conocer.
– Ya, ya bueno, la próxima semana yo te cuadro
algo chévere, super casual, igual ten cuidado porque el man es mujeriego, tampoco te vayas a ilusionar.
Y caminaron y caminaron sin reparar en la distancia o en el tiempo, se
contaron cosas, rieron. Y de alguna parte salió chillando y corriendo a toda
velocidad una zarigüeya, y Sonia gritó, y Gaby se resbaló, y trató de sujetarse
de la chaqueta de Sonia, pero todo pasó demasiado rápido y la quebrada era muy
empinada. Se rompió la chaqueta, se hizo trizas el celular. Ante el gesto
aterrorizado de Sonia, su hermana estaba al fondo de la quebrada con el cráneo
abierto.
– No, no, no, ñañita no,
tranquila por fa no te vayas a estar muriendo. - le suplicaba Sonia a Gaby,
mientras la arropaba temblorosa con la chaqueta rota.
–¡A- a- a- yuda, a- a- yu-
da! - decía Gaby con un hilo de voz doliente. – Ya, ya ñaña, aguanta un ratito,
ya vengo, voy rápido por ayuda. –
– ¡Ayuda, ayuda! -, gritaba la hermana mayor, pero
no había nada ni nadie. “Dios mío, cuanto caminamos”, se decía Sonia mientras
corría impactada pues nunca había visto a su hermana tan fea, tan desfigurada.
Y le empezó a faltar el aire, le punzaba el estómago y se decía que debía
calmarse, caminaba a paso acelerado con el recuerdo de su hermana chichobelo, de su hermana princesita de
navidad, redujo el paso por el cansancio y seguía pensando en su hermana en el
comercial, en su hermana durmiendo con papá y mamá. Agotada, ralentizó la
marcha. Llegó, los minutos habían transcurrido como horas, pero llegó hasta el
grupo familiar.
– Oye, ¿dónde
está tu hermana? la tía Maru le trajo un seco de chancho, se acordó que era
la comida favorita de mi Gaby. - Preguntó mamá.
– Sí, sí
¿dónde está mi nietecita? - insistió la abuela.
– ¡Contesta carajo, que te hablan! - Dijo papá.
– No. Yo no sé. Dame ese plato a mí para que no se
enfríe. - Dijo Sonia y se sentó a comer con hambre voraz.
Soledad Angus Freré