martes, 29 de octubre de 2019

El fuego de mis entrañas.


Idealizar la maternidad, pero tener que parir con dolor, desconocer nuestro propio poder y temerle, vaya que la conquista sobre nuestros cuerpos ha sido exitosa. El siguiente relato no es el deber ser, no es un modelo, tampoco es una queja, es tan solo mi propia y personal experiencia. Dos años, siete meses y cinco días después de que Julieta demandare salir de mis entrañas, trataré de poner en palabras lo que viví y lo que sentí, anticipo que presiento que cualquier cosa que escriba será insuficiente, pero haré el intento. Tenía veintiséis años, estaba saludable, profesional, económicamente estable y casada, así decidí ser madre. Sí, porque ¡Sorpresa! las feministas peleamos por maternidades deseadas, no por la extinción de la maternidad, precisamente. Las primeras doce semanas de embarazo fueron difíciles, amenaza de aborto, mucha medicación, descanso médico y algo de nauseas, que en esos tiempos me pareció una eternidad, pero ya en perspectiva y considerando otras experiencias de dificultades sostenidas desde las primeras semanas hasta el momento mismo del parto, digamos que tuve suerte. Y aprendí la primera lección, el embarazo no es “así no más”, aun siendo un embarazo deseado tuve complicaciones y un episodio de ansiedad que duró tres días y atajé con terapias de caminata auto prescritas. Porque la verdad es que desde el inicio sentí que me atravesaba algo muy íntimo y profundo, desde afuera nadie me iba a “curar” o descifrar, más que nunca supe que era hora de escucharme y entenderme.  Luego de estos avatares, las semanas transcurrieron con mayor normalidad trabajando, haciendo los típicos planes, compras, chequeos médicos de rutina, y fundamentalmente: leyendo. Quería saberlo todo, qué me estaba pasando biológica, psicológica, espiritualmente y especialmente qué pasaría en el momento del parto, incluso mi esposo y yo tomamos un taller prenatal. Que el embarazo y la maternidad son experiencias providenciales, color de rosa, todo amor, entrega y belleza son discursos que nunca me creí, que siempre cuestioné, así que tampoco estaba dispuesta a aceptar tan fácilmente la mala fama de ese punto negro que es el parto en ese jardín de rosas que supuestamente es la maternidad. Leí cómo a mujeres de otras culturas les sorprende que en occidente paramos con tanto dolor y aterricé en el concepto de parto respetado y de inmediato supe que algo así quería. Llegué a consensos preliminares con mi esposo y mi ginecólogo, dos hombres profundamente respetuosos, con pleno entendimiento de que en esta travesía eran mis acompañantes. Y ya nos vamos acercando al día del fuego. Cumplidas las treinta y nueve semanas de embarazo, ya con Julieta encajada y con dos vueltas de cordón umbilical en su cuello, no había indicio alguno de que yo vaya a entrar en labor de parto, el ginecólogo sugirió que lo induzcamos y con muchos reparos acepté, pero le pedí un par de días para terminar pendientes y afinar detalles. Así que hicimos maletas, tuve sexo de “despedida” con mi esposo –o hicimos el amor, si lo quieren leer con romance, yo prefiero abrazar lo salvaje, pues de entrada lo que me inspiró a escribir este relato fue haber leído a María Llopis-, y me quedé hasta más o menos la medianoche trabajando con el propósito de al día siguiente descansar, pues el día después de ese, estaba programado el parto inducido. Pero mi cuerpo en complicidad con Julieta, tenían sus propios planes. Luego de trabajar, me di un baño y noté una mucosidad saliendo de mis genitales, ya había leído sobre esto: días o semanas previas al parto empieza a desprenderse del cuello del útero una mucosidad, no necesariamente es indicio de la inminencia del parto. Continué. Una sensación como cólico menstrual se fue acentuando en mis caderas y espalda baja, seguramente me excedí, trabajé demasiado, ya Julieta está muy encajada y la barriga está muy pesada, esto es normal, pensé. Y claro que era normal, pero no por los motivos que yo creía. Me acosté, mi marido ya roncaba y cada cierto tiempo yo me despertaba porque el “cólico” se acentuaba, y Julieta empezó a moverse como un roedor tratando de escapar de una jaula caliente. Ya alrededor de las dos de la madrugada desperté a mi esposo y le dije que su hija no quiso esperar: Julieta va a nacer. Me sugirió que trate de dormir, pero era inútil, las contracciones que al inicio eran irregulares, empezaron a tomar ritmo y subir en intensidad. Bueno señoras y señores, hora de poner en práctica todo lo que había leído y aprendido, saqué la pelota de yoga que habíamos comprado precisamente para esto, me senté sobre ella y comencé a brincar, respirar profundo, estirarme, de vez en cuando caminar. Mi esposo prendió la televisión, ya se resignó a no dormir. Para nuestra buena suerte, era entonces enero de 2017 y se jugaba el Australian Open, así que Federer nos acompañó la labor de parto en la madrugada, jugaba semifinales, un partidazo, ganó. Mi esposo insistía en llamar al doctor, yo no quería, en una consulta lo escuché conversando con su hermana y le dijo que él se levantaba a las seis de la mañana para ir a dejar a sus hijos a la escuela, así que para qué lo vamos a despertar, ¿no dicen que el parto de las primerizas es muy largo y doloroso? Vamos que esto recién empieza, ya tendremos largo rato para pasar con el doctor. Contracciones iban y venían, al principio calculaba los intervalos y la duración de cada una, luego dejé el cronómetro. Decidí escucharme nuevamente, y esta vez supe que quería estar lúcida, quería vibrar, quería recordar cada segundo, cada sensación, quería vivir cada contracción. ¿Estaba teniendo dolores de parto? No. Creo firmemente que estaba teniendo contracciones y no sé cómo ni en qué momento ese concepto se distanció del concepto del dolor. Se supone que el dolor está asociado al sufrimiento, no diría que estaba sufriendo, algo intenso estaba atravesando mi cuerpo, mi mente y mi espíritu, tal vez hice catarsis, pero lo que yo sentía era poder. Amaneció y ahora sí, llamamos al doctor, nos regañó por no haberle avisado antes, él se encargó de reservarnos una habitación en la clínica y quedamos en encontrarnos allí a las ocho de la mañana, - anda bien desayunada que ya más tarde no podrás comer nada-, dijo. Bueno, me lo tomé en serio, preparamos un desayuno fenomenal y antes de salir al hospital me metí a la tina, mi esposo vertía agua caliente sobre mi cuello y espalda y me daba ligeros masajes, yo solo gemía y balanceaba la cabeza en círculos. Fue un momento tántrico, sensual aunque no coital, perdimos la noción del tiempo. Al salir de la tina pensé incluso que todo había sido una falsa alarma, y mientras me vestía me embistió una contracción. De acuerdo, me quedó claro, no era falsa alarma. Llegamos al hospital a las diez de la mañana con dos horas de atraso, el doctor se había tenido que ir a ver a otros pacientes. No importa, tenemos todo el día, total, cuando llegué las enfermeras me preguntaban si era mi primer hijo –ah entonces está saliendo siquiera a las diez de la noche, y espérese que esto no es nada, ya mismo viene lo peor-. Está bien, así ha de ser. 
Llegaron al hospital mi madre y dos primas que no podían hacer más que contemplarme y tomar fotos, una maravilla porque nos reíamos de cualquier cosa. Ya con doce horas de trabajo de parto encima rompí fuente cerca del mediodía y justo entra a la habitación el doctor, a tiempo para ver el espectáculo de agua emergiendo a borbotones, mis entrañas empezaron a vaciase y con qué potencia. Habría creído que estaba lista para parir, pero no. Casi seis centímetros de dilatación eran aún insuficientes para entrar a la fase expulsiva. Fue momento de una negociación entre el médico y yo, gané una partida, nada de epidural ni medicamentos para acelerar el proceso. Esto es mío, ¿por qué me lo quieren arrebatar tan rápido? Pero cedí en cuanto a quedarme en cama una hora, dejar mis caminatas, mis movimientos, mis estiramientos, para que me conecten una máquina de monitoreo fetal y de contracciones para asegurarnos que la criatura no esté sufriendo, las vueltas de cordón en su cuello eran cosa de supervisar, alegaron. Al cabo de la hora pasó una doctora a revisar el monitoreo, me miró sorprendida - ¡tantas contracciones! ¿ya llamó a su médico? - pues no. Lo trajeron, y así de la nada, cuando se supone que estaría pariendo en la noche, a las dos de la tarde ya me encontraba completamente dilatada, no quería bajar a la sala de parto porque mi esposo había salido y yo no estaba dispuesta a parir sin quien me había acompañado en este recorrido, no iba a dejar que se pierda este gran encuentro. Llegó mi esposo y bajamos, para ese momento el fuego en mi vientre era cada vez más poderoso e incontrolable, me quemaba, yo sólo quería pujar, cada que venía una contracción hacía un esfuerzo para no pujar hasta que estemos todos listos. Nuevamente repaso ese momento tratando de identificar si me quejé de dolor, le pregunto a mi esposo qué recuerda – que estabas cansada, que tenías sed- Si, más de quince horas en labor y sin haber dormido, estaba cansada. De mi parto recuerdo hasta cansancio y sed, pero no dolor. Y ya ahí en esa sala blanca y luminosa de repente escuché –ya, ahora si Soledad, puja-. Ese momento, es el momento de la verdad. Estaba rodeada de personal médico y mi esposo me tomaba la mano, sin embargo, ese ha sido mi más profundo instante de soledad, nadie más podía hacer nada por mí, nuestras vidas dependían únicamente de la fuerza que me quedaba, o bien la fuerza que me faltaba descubrir. Estaba desnuda, primitiva, entre gritos, alaridos y sudor, pujé rabiosamente y de mi carne salió carne, de mi vida se desprendió otra vida, de mi fogosidad se abrió otra llama. El 26 de enero de 2017, a las 3:16 de la tarde nació Julieta, y volví a nacer yo.
31-08-2019

CON ESTO, SUELTO.

  Hace unos años escribí sobre el nacimiento de mi hija Julieta. Siento que es lo más bonito que he escrito, pues fue el reflejo más fiel po...