Idealizar la
maternidad, pero tener que parir con dolor, desconocer nuestro propio poder y
temerle, vaya que la conquista sobre nuestros cuerpos ha sido exitosa. El
siguiente relato no es el deber ser, no es un modelo, tampoco es una queja, es
tan solo mi propia y personal experiencia. Dos años, siete meses y cinco días
después de que Julieta demandare salir de mis entrañas, trataré de poner en
palabras lo que viví y lo que sentí, anticipo que presiento que cualquier cosa
que escriba será insuficiente, pero haré el intento. Tenía veintiséis años,
estaba saludable, profesional, económicamente estable y casada, así decidí ser
madre. Sí, porque ¡Sorpresa! las feministas peleamos por maternidades deseadas,
no por la extinción de la maternidad, precisamente. Las primeras doce semanas
de embarazo fueron difíciles, amenaza de aborto, mucha medicación, descanso
médico y algo de nauseas, que en esos tiempos me pareció una eternidad, pero ya
en perspectiva y considerando otras experiencias de dificultades sostenidas desde
las primeras semanas hasta el momento mismo del parto, digamos que tuve suerte.
Y aprendí la primera lección, el embarazo no es “así no más”, aun siendo un
embarazo deseado tuve complicaciones y un episodio de ansiedad que duró tres
días y atajé con terapias de caminata auto prescritas. Porque la verdad es que
desde el inicio sentí que me atravesaba algo muy íntimo y profundo, desde
afuera nadie me iba a “curar” o descifrar, más que nunca supe que era hora de escucharme y entenderme. Luego de estos avatares, las semanas
transcurrieron con mayor normalidad trabajando, haciendo los típicos planes,
compras, chequeos médicos de rutina, y fundamentalmente: leyendo. Quería
saberlo todo, qué me estaba pasando biológica, psicológica, espiritualmente y
especialmente qué pasaría en el momento del parto, incluso mi esposo y yo
tomamos un taller prenatal. Que el embarazo y la maternidad son experiencias providenciales, color de rosa,
todo amor, entrega y belleza son discursos que nunca me creí, que siempre
cuestioné, así que tampoco estaba dispuesta a aceptar tan fácilmente la mala
fama de ese punto negro que es el parto en ese jardín de rosas que
supuestamente es la maternidad. Leí cómo a mujeres de otras culturas les
sorprende que en occidente paramos con tanto dolor y aterricé en el concepto de
parto respetado y de inmediato supe que algo así quería. Llegué a consensos
preliminares con mi esposo y mi ginecólogo, dos hombres profundamente
respetuosos, con pleno entendimiento de que en esta travesía eran mis
acompañantes. Y ya nos vamos acercando al día del fuego. Cumplidas las treinta y nueve semanas de embarazo, ya con
Julieta encajada y con dos vueltas de cordón umbilical en su cuello, no había
indicio alguno de que yo vaya a entrar en labor de parto, el ginecólogo sugirió
que lo induzcamos y con muchos reparos acepté, pero le pedí un par de días para
terminar pendientes y afinar detalles. Así que hicimos maletas, tuve sexo de
“despedida” con mi esposo –o hicimos el amor, si lo quieren leer con romance,
yo prefiero abrazar lo salvaje, pues de entrada lo que me inspiró a escribir
este relato fue haber leído a María Llopis-, y me quedé hasta más o menos la
medianoche trabajando con el propósito de al día siguiente descansar, pues el
día después de ese, estaba programado el parto inducido. Pero mi cuerpo en
complicidad con Julieta, tenían sus propios planes. Luego de trabajar, me di un
baño y noté una mucosidad saliendo de mis genitales, ya había leído sobre esto:
días o semanas previas al parto empieza a desprenderse del cuello del útero una
mucosidad, no necesariamente es indicio de la inminencia del parto. Continué.
Una sensación como cólico menstrual se fue acentuando en mis caderas y espalda
baja, seguramente me excedí, trabajé demasiado, ya Julieta está muy encajada y
la barriga está muy pesada, esto es normal, pensé. Y claro que era normal, pero
no por los motivos que yo creía. Me acosté, mi marido ya roncaba y cada cierto
tiempo yo me despertaba porque el “cólico” se acentuaba, y Julieta empezó a
moverse como un roedor tratando de escapar de una jaula caliente. Ya alrededor
de las dos de la madrugada desperté a mi esposo y le dije que su hija no quiso
esperar: Julieta va a nacer. Me sugirió que trate de dormir, pero era inútil,
las contracciones que al inicio eran irregulares, empezaron a tomar ritmo y
subir en intensidad. Bueno señoras y señores, hora de poner en práctica todo lo
que había leído y aprendido, saqué la pelota de yoga que habíamos comprado
precisamente para esto, me senté sobre ella y comencé a brincar, respirar
profundo, estirarme, de vez en cuando caminar. Mi esposo prendió la televisión,
ya se resignó a no dormir. Para nuestra buena suerte, era entonces enero de
2017 y se jugaba el Australian Open, así que Federer nos acompañó la labor de
parto en la madrugada, jugaba semifinales, un partidazo, ganó. Mi esposo
insistía en llamar al doctor, yo no quería, en una consulta lo escuché
conversando con su hermana y le dijo que él se levantaba a las seis de la
mañana para ir a dejar a sus hijos a la escuela, así que para qué lo vamos a despertar,
¿no dicen que el parto de las primerizas es muy largo y doloroso? Vamos que
esto recién empieza, ya tendremos largo rato para pasar con el doctor.
Contracciones iban y venían, al principio calculaba los intervalos y la
duración de cada una, luego dejé el cronómetro. Decidí escucharme nuevamente, y
esta vez supe que quería estar lúcida, quería vibrar, quería recordar cada
segundo, cada sensación, quería vivir cada contracción. ¿Estaba teniendo
dolores de parto? No. Creo firmemente que estaba teniendo contracciones y no sé
cómo ni en qué momento ese concepto se distanció del concepto del dolor. Se
supone que el dolor está asociado al sufrimiento, no diría que estaba
sufriendo, algo intenso estaba atravesando mi cuerpo, mi mente y mi espíritu,
tal vez hice catarsis, pero lo que yo sentía era poder. Amaneció y ahora sí,
llamamos al doctor, nos regañó por no haberle avisado antes, él se encargó de
reservarnos una habitación en la clínica y quedamos en encontrarnos allí a las
ocho de la mañana, - anda bien desayunada que ya más tarde no podrás comer
nada-, dijo. Bueno, me lo tomé en serio, preparamos un desayuno fenomenal y
antes de salir al hospital me metí a la tina, mi esposo vertía agua caliente
sobre mi cuello y espalda y me daba ligeros masajes, yo solo gemía y balanceaba
la cabeza en círculos. Fue un momento tántrico, sensual aunque no coital,
perdimos la noción del tiempo. Al salir de la tina pensé incluso que todo había
sido una falsa alarma, y mientras me vestía me embistió una contracción. De acuerdo,
me quedó claro, no era falsa alarma. Llegamos al hospital a las diez de la
mañana con dos horas de atraso, el doctor se había tenido que ir a ver a otros
pacientes. No importa, tenemos todo el día, total, cuando llegué las enfermeras
me preguntaban si era mi primer hijo –ah entonces está saliendo siquiera a las
diez de la noche, y espérese que esto no es nada, ya mismo viene lo peor-. Está
bien, así ha de ser.

31-08-2019